Reventar todos los continuos del desarrollo e interrumpir el flujo del tiempo es una de las señas de identidad de la modernidad. Vivimos en un modo encendido-apagado que ha eliminado en gran medida los elementos más importantes de los ritmos naturales. Repetición y variación, ampliación y surgimiento repentino, en pocas palabras: esos intervalos que dan a la vida una melodía han mutado en factores perturbadores.
Mientras la gran ciudad fraccionaba el movimiento continuo en discontinuidades, la era de la información ha impuesto una forma de percepción en la que no se registra la evolución. Lo curioso es que nos sigue extrañando. Pues aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tempo acelerado, los sentimientos conservan su lentitud.
Como recalcaba en sus obras el gran cronista de las velocidades de la sensación Alexander Kluge, los sentimientos son “partisanos” que desordenan de manera decisiva el funcionamiento de las instituciones y maquinarias y constituyen el antiquísimo inventario que nos sirve de brújula.
Andrea Kölhler – El tiempo regalado, Un ensayo sobre la espera
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